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Pluralismo y Tolerancia

El pluralismo y la tolerancia son indiscutiblemente dos valores irrenunciables para el hombre moderno.

Hoy día todo el mundo considera una actitud acertada la indulgencia y la comprensión, mientras que detesta y recrimina las posturas rígidas e intolerantes. En el ejercicio de estos valores, sin embargo, se corre el riesgo de transgredir el campo de la moral, si no se tiene en cuenta que, cuando actuamos, nuestra conducta afecta a los demás y a nosotros mismos.

Por pluralismo se entiende aquella forma de sociedad en la que los miembros de grupos minoritarios pueden practicar libremente sus propias tradiciones, cultura y religión.

El respeto a las minorías y a la diversidad responde a una realidad indudable y fundamental que la civilización europea ha reconocido desde el siglo XVI y que ha valorado y defendido a través de su historia. En Occidente, hemos aprendido a convivir con gentes de distintas culturas, tradiciones y religiones. El proceso cultural de los tres últimos siglos nos ha enseñado que esa pluralidad, lejos de constituir una pérdida, ha sido una ganancia. Hemos aprendido a respetar y a convivir con quienes no piensan como nosotros. Esto no ha sido sólo un hallazgo de la Ilustración, sino un crecimiento de la sensibilidad hacia la dignidad de la persona y su libertad, que en Occidente ha existido desde el siglo V antes de Cristo, y, en especial, desde que éste predicó su mensaje. Esa sensibilidad ha aumentado mucho gracias a la mejora de la educación y a la progresiva desaparición de la miseria económica, jurídica, política y moral que ha tenido lugar en Occidente. El respeto al pluralismo y a la diversidad, por tanto, no es patrimonio de una ideología tolerante, sino que forma parte esencial de la cultura occidental, y aun de toda verdadera cultura, por tener profundas raíces en la misma racionalidad humana.

Pluralismo y tolerancia forman parte de un binomio. No puede haber pluralismo sin tolerancia.

Por tolerancia entendemos «el respeto o consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque éstas sean diferentes a las nuestras» (RAE). Decía Ibsen que «el espíritu de la tolerancia es el auténtico espíritu de ciudadanía». Hoy día, repito, si somos hombres de nuestro tiempo y en sintonía con los valores reinantes, tenemos que ser respetuosos con los demás y dejar que el otro manifieste con tranquilidad su punto de vista.

La verdadera tolerancia, no obstante, no es un compromiso equidistante entre el bien y el mal. Esa disposición de ánimo abierta y respetuosa hacia los demás no nos puede conducir a una visión liberal del hombre y de la sociedad, a tenor de la cual la libertad consista en una autonomía e independencia del individuo frente a cualquier autoridad.

«Mi libertad termina donde empieza la de los demás». He aquí una idea bastante común hoy día, que considera el principio de no hacer daño a otros, que es, ciertamente, un criterio necesario, como la norma única para decidir lo que se puede o no se puede hacer. La tolerancia, entendida de este modo, deja de ser auténtica tolerancia, ya que pretende excluir cualquier forma de reproche hacia conductas que desaprobamos, no por el hecho de no ser las nuestras, sino por ser falsas o moralmente reprobables. Esta actitud tan extendida en la actualidad, y aparentemente civilizada, a la que se denomina «polítical correctness», corrección política no deja de ser, al fin y a la postre, una postura intolerante. Para este modo de pensar, por lo demás, serían «fundamentalistas» o reaccionarias las acciones u opiniones de quienes no están de acuerdo con los deseos del otro, aunque tales conductas u opiniones se realicen en legítimo derecho.

La sabiduría humana consiste en tolerar. Por supuesto esta afirmación nadie la pone en duda. Ahora bien, «si se admitiese una tolerancia absoluta, -comenta Karl Popper-, incluso respecto a los intolerantes, y no se defendiese a la sociedad tolerante contra sus asaltos, los tolerantes resultarían aniquilados y, con ellos, la tolerancia».

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